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¿Y ahora qué?, preguntó la niñita

Francisco Miraval

Tras una de las recientes tormentas de nieve en Denver, me tocó salir a remover la nieve de la entrada de la casa. Al otro lado de la calle, un vecino, aprovechando la nieve acumulada, le construyó una “montañita” a su hija, de no más de 3, quizá 4 años. Ante la atenta mirada de sus padres, la niña cuidadosamente escaló la montañita y finalmente llegó a la cima.

Tras un momento de silencio y otro para no perder el equilibrio, la niña miró a sus padres y les dijo: “¿Y ahora qué?” Muy acertada pregunta en verdad.

Dejando de lado esa pequeña aventura infantil que inesperadamente pude presenciar, nosotros, ya adultos, también tenemos en esta vida montañas grandes y pequeñas que queremos o debemos escalar. Y cuando llegamos a la cima, cuando ya no se puede subir más, exclamamos (explícita o tácitamente) la misma pregunta: “¿Y ahora qué?”

Tras conseguir la meta deseada, tras lograr el objetivo, tras transformar el sueño en realidad, tras disfrutar de aquella experiencia inigualable, casi espontáneamente surge la pregunta “¿Y ahora qué?”

Luchamos por conseguir el trabajo que necesitamos, o por encontrar a la pareja ideal, o por algo más mundano, como tener un carro del año, un televisor más grande o un teléfono más inteligente. O pasamos años estudiando hasta obtener un título. O pacientemente esperamos hasta que finalmente llega el ascenso deseado. “¿Y ahora qué?”

Tanto nos enfocamos (y resultado acertado hacerlo) en la meta que queremos lograr que eso mismo nos enceguece a lo exista más allá del horizonte que para nosotros se presenta como la cima, la cúspide de nuestros logros. Y cuando llegamos a lo más alto, ya ubicados en esa posición privilegiada, sólo nos preguntamos “¿Y ahora qué?”

La niña al otro lado de la calle claramente no sabía qué hacer, si quedarse donde estaba, sin tratar de bajar, o si esperar que sus padres la ayudasen. Haber logrado lo que quería lograr en cierta forma la paralizó y le impidió decidir qué acciones tomar. Y lo mismo nos pasa a nosotros.

Luego de llegar a la cima, si no nos preparamos adecuadamente, nos paralizamos. Y, como decía Nietzsche, hasta nos sentimos solos y con frío. Por eso, una antigua leyenda dice que la única manera de llegar a lo más alto y de disfrutar esa experiencia es ir acompañado por un ángel, un emisario divino (que no necesariamente está fuera de nosotros).

Mientras tanto, porque pocas veces se nos prepara, llegamos a lo más alto y, en vez de buscar nuevas alturas y nuevas cumbres, nos desplomamos. Es como el caso de aquel hombre que abre un restaurante y que le va tan bien y atrae a tantos clientes que tiene que cerrar el restaurante porque no tiene la capacidad de atender a tanta gente.

Dicho de otro modo, muchos de nosotros, al llegar a la cumbre, caemos víctimas de la “trampa del éxito” y terminamos peor que antes. Por eso, está bien preguntarse “¿Y ahora qué?”

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