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Aprendamos a reírnos de nosotros mismos

Francisco Miraval

La noticia me golpeó y me irritó: un adolescente mexicano criado en Estados Unidos mató a una pareja de nativos en Montana porque la hija de la pareja se rio de él. Así de sencillo. No voy a dar más detalles de esa historia (que fácilmente se pueden encontrar con los datos aquí provistos), sino que quiero enfocarme en el efecto que la risa burlona puede generar.

Recuerdo que en los primeros años de mi adolescencia, vaya uno a saber por qué, quise conocer más sobre el fenómeno OVNI y sobre la posibilidad de vida inteligente en otros planetas. (Dicho sea de paso, la vida inteligente en este planeta dista mucho de ser siquiera una posibilidad.) Lo comenté con mis familiares, mis amigos y (¡qué horror!) con la gente de la iglesia.

Mi deseo de aventurarme a una edad temprana en “lo desconocido” fue saludado con un coro de risas que aún hoy retumban en mis oídos. De hecho, tantas fueron las risas que me di cuenta que yo tenía solamente dos opciones: o tomaba en serio a esas risas y abandonaba mis deseos, o tomaba en serio a mis deseos y dejaba de lado las risas. (Dejaremos para después compartir lo aprendido sobre el fenómeno mencionado en las últimas cuatro décadas.)

Luego, al final de mi adolescencia, dije que quería escribir un libro. Y hasta me senté, lápiz y cuaderno en mano (literalmente) para escribirlo. Cuando iba por la segunda página alguien me vio y se rio. El  proyecto quedó inconcluso, aun hasta hoy.

Y un día anuncié que estudiaría filosofía y que, tras recibirme, me dedicaría el resto de mi vida  a la filosofía. Las risas se multiplicaron y provenían de dos grupos: aquellos que creían que yo había perdido la razón y aquellos que ya estaban seguros que ese era el caso. En la gran mayoría de los casos, las risas iban seguidas de “consejos” con la intención de disuadirme del camino que yo quería seguir.

Casi tres décadas y cinco títulos después, ya no escucho aquellas risas, quizá por mi edad o por cambios culturales. Pero estoy seguro que internamente esas risas siguen presentes, aunque las personas traten de ocultarlas.

Hace un cuarto de siglo anuncié que había recibido una oferta de trabajo en Estados Unidos y que la aceptaría. Esta vez, las risas iban seguidas de apuestas sobre cuánto tiempo duraría yo en el nuevo país antes de regresar sin nada y derrotado a mi país natal.

Y hace dos décadas comenté a un grupo de amigos que me gustaría escribir como una manera de ganarme la vida. Aún recuerdo a ese grupo de “amigos” y sus estruendosas carcajadas. Veinte años y 9000 historias después, sólo puede imaginarme cuánto se reirían si yo les dijese que pienso dedicarme a estudiar transhumanismo (para entenderlo, no por necesariamente por compartirlo).

¿Qué aprendí de todas esas experiencias? Que, como se dice que dijo Thomas More, “Bienaventurados los que se ríen de sí mismos porque nunca cesarán de divertirse”.

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