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Cuando perdemos la capacidad de dialogar lo perdemos todo

Recientemente leí la historia de un abogado de California que denunció casos de corrupción en la oficina del fiscal de un cierto distrito. Como respuesta, el fiscal acusado le dijo al abogado denunciante que si él (el abogado) no le gustaba la profesión, renunciase y se dedicase a otra cosa.

Ese es uno de los innumerables ejemplos de que ya no podemos ni siquiera mantener una conversación decente y adulta. Hemos perdido la capacidad del diálogo, es decir, la capacidad de conectarnos por medio de la razón y del habla.

En el ejemplo recién mencionado, el tema central de la denuncia era la corrupción de un fiscal y no la capacidad o el deseo de un abogado de continuar con su profesión. Sin embargo, en una maniobra que revela todo desdén por entendimiento y verdad, el tema pasó de ser la corrupción a la inhabilidad del denunciante, cuestionando su credibilidad y motivos.

Pero ese mismo desdén por el diálogo se ve en todos los niveles de la comunicación. En el lugar donde vivo (zona metropolitana de Denver) los fuegos artificiales están prohibidos para uso particular, es decir, sólo pueden ser usados por profesionales. Sin embargo, como todo en la vida, las personas de todos modos compran y usan esos fuegos artificiales.

Obviamente, lo que para unos es “diversión”, para otros es una gran molestia, especialmente si los ruidos y estruendos se repiten noche tras noche y demasiado cerca de la vivienda propia. 

Por eso, un vecino colocó un mensaje en la red social del vecindario pidiendo a aquellos que lanzan fuegos artificiales sin autorización que, antes de hacerlo, si no quieren pensar en sus vecinos, por lo menos piensen en el impacto que las explosiones tienen en las mascotas, especialmente los perros. 

Como respuesta, una de las personas responsables por lanzar ilegalmente los fuegos artificiales, le dijo: “Si tú no sabes cuidar a tus perros, entonces no tengas perros”. 

Una vez más: el tema de la conversación no era la habilidad de una persona para cuidar o no cuidar sus perros, sino el hecho de que alguien, por no cumplir con las ordenanzas vigentes, causaba problemas para sus vecinos y para las mascotas en el vecindario. 

Pero, en vez de asumir la responsabilidad propia por los resultados de sus acciones, el desconsiderado individuo prefirió “sermonear” a quien le pedía reconsiderar sus acciones, como si atacar verbalmente a otras personas nos eximiese de nuestras responsabilidades.

Los ejemplos podrían multiplicarse porque, como ya dijimos, hemos perdido la capacidad del diálogo, incluyendo el diálogo interior. Pero entonces surge la pregunta: cuando alguien responde de una manera tan desconectada y agresiva como en los ejemplos mencionados, ¿lo hace deliberadamente o quizá por ignorancia? 

Si es un acto deliberado y calculado para “dañar” a la otra persona, eso es éticamente inaceptable y altamente destructivo. Y si un acto de ignorancia, entonces nos enfrentamos con una realidad existencial que nos lleva al borde del abismo: no hay futuro si no nos entendemos unos a los otros. 

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