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La incapacidad para el diálogo arruina el presente y destruye el futuro

Por razones de mi trabajo tuve que ir al banco donde tengo las cuentas de mi negocio para que me diesen una certificación indicando que las cuentas de mi negocio son realmente mías. En el pasado, ese sencillo trámite se completó rápidamente. Pero en esta ocasión, las cosas fueron muy distintas. 

Le expliqué mi pedido al representante del banco y su respuesta fue: “Si usted necesita el formulario de depósito directo, eso se lo tiene que solicitar a la otra empresa. Nosotros no lo tenemos”. 

Le comenté al representante que yo nunca, en ningún momento, mencioné nada sobre ningún formulario de depósito directo. Y le volví a pedir el documento certificando que mi cuenta de negocios en ese banco era mía.

El representante entonces me dijo que ellos no dan consejos sobre solicitudes de empleo y que existen muchos lugares en donde pueden ayudarme a encontrar trabajo. Le dije entonces que yo no estaba buscando trabajo y que lo único que yo quería era una certificación de mi cuenta en ese banco. 

Su siguiente respuesta fue que para pagar los impuestos estatales yo debía comunicarme directamente con el estado.  Le mencioné que yo no dije nada de impuestos estatales y que mi pedido era simple: necesito verificar que mi cuenta es mía. Nada más. Le di entonces mi documento de identidad y le pedí que, usando su computadora, viese mi cuenta. 

Para facilitarle el proceso, le di además mi tarjeta de crédito (emitida por ese banco) y mi un cheque de la cuenta de negocios que abrí allí hace más de dos décadas. El representante comenzó a buscar y a buscar. Y luego llamó por teléfono a alguien diciéndole a la otra persona que yo estaba pidiendo información de una cuenta que él no podía encontrar. 

Lo interrumpí y, con firmeza reflejando mi malestar, le indiqué que yo no había pedido ninguna información de ninguna cuenta, mucho menos de mi propia cuenta, porque esa información ya la tengo. Y una vez más le expliqué que lo único que yo quería era un certificado emitido por el banco indicando que mi cuenta era mía, como ese mismo banco ya lo había hecho antes.

Una ridícula sonrisa y un agraviante silencio disiparon toda duda sobre la incapacidad de esa persona para mantener un diálogo mediamente razonable e inteligente. Y, dicho sea de paso, de nada sirvió hablar con la asistente del gerente, con la gerente o con el gerente regional del banco. 

Esa incapacidad de diálogo, esa ignorancia agresiva, ese constante prejuicio que lleva a asumir que quien hace una pregunta es un ignorante (en vez de admitir la ignorancia propia y aprender en el proceso) no solamente impiden el diálogo, sino que corroen y destruyen, con sus ridículas sonrisas, todo vestigio de civilización y de humanidad. 

Cuando desparece un punto de encuentro y de entendimiento en común, cuando solamente nos escuchamos a nosotros mismos y ya no escuchamos al logos (como pedía Heráclito) poco, si algo, nos queda de ser humanos. 

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