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No nos volvamos adictos a nuestra incorrecta versión de la realidad

Hace décadas, cuando yo todavía era un estudiante de filosofía en la Universidad de Buenos Aires, escuché por casualidad en la cafetería de la universidad una conversación entre dos estudiantes, en la que el primero le decía al segundo: “La semana pasada, en Angola, un cubano me dio una granada”.

Debido a lo que sucedía en el mundo en aquel momento, pensé que, sin quererlo, me encontraba escuchando a un mercenario hablando de lo que hace pocos días le había sucedido en el continente africano. Me imaginé que el joven en cuestión estuvo en un conflicto armado. Después de todo, “Angola”, “cubano” y “granada” permitían esa interpretación.

La conversación continuó y entonces quedó claro que “Angola” no se refería al país africano de ese nombre, sino a un bar cercano a la universidad y muy concurrido por los estudiantes. En ese bar, uno de los encargados de preparar los tragos era un cubano. Y “granada” era uno de los tragos que el cubano preparaba. 

En definitiva, lejos de tratarse de un mercenario o de explosivos, el joven estudiante en cuestión estaba hablando de que hacía pocos días había ido a un bar de la zona y probado un nuevo trago. Mi mente me había engañado y, en esta ocasión, tuve la oportunidad de obtener información adicional como para corregir el engaño. Sin embargo, no siempre existe esa oportunidad.

Además, aquel evento de hace décadas en mi tiempo de estudiante llegó y pasó sin mayores consecuencias. Pero otros malentendidos pueden llevar a desagradables consecuencias para los afectados. 

Por ejemplo, recientemente una mujer y una niña fueron detenidas y cuestionadas al llegar en avión a Denver porque alguien de la aerolínea había denunciado que la niña era víctima de tráfico de personas y que la mujer era la responsable. 

Los hechos eran claros, incluso se podría decir inobjetables. La mujer era blanca y la niña de tez oscura. Además, los pasajes se compraron a último momento, La mujer y la niña fueron las últimas en subir al avión y, aunque recibieron asientos separados, la mujer pidió sentarse junto a la niña. Y durante todo el viaje no se hablaron una a la otra. 

Policías uniformados interrogaron por separado a la mujer y a la niña, convencidos de que estaban rescatando a la menor de un trágico futuro. Pero alguien había interpretado los hechos incorrectamente, al punto de distorsionarlos, ya que en realidad se trataba de una madre con su propia hija.

El color de piel de madre e hija difería porque la hija tenía el color de piel de su padre. Los boletos se habían comprado a último momento porque se les había avisado del fallecimiento de un miembro de la familia y estaban viajando al funeral. Precisamente por eso pidieron sentarse juntas y no hablaron durante el viaje. No era tráfico de personas, sino una tragedia familiar. 

Volvernos adictos a nuestra propia interpretación de la realidad es muy peligroso porque eventualmente llegamos a creer que esa es la única interpretación posible.

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