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Reconocer la humanidad en otros es el primer paso para el diálogo

La semana pasada iba de regreso a la casa cuando repentinamente un carro se cruzó a mi carril, sin que el conductor indicase por medio del señalero que iba a realizar esa maniobra. Debo confesar que no me molestó tanto la súbita aparición de otro automóvil frente al mío como el hecho que no haya habido ni siquiera una mínima señal anticipándolo.

En otras palabras, me molestó que el otro conductor no me reconociese como otro ser humano, porque, si lo hubiese hecho, habría entonces por lo menos intentado un mínimo diálogo, aunque más no fuese dos o tres parpadeos del señalero (o el guiño). Después de todo, las leyes de tránsito son una especie de lenguaje que se debe aprender a “hablar” y a respetar.

Si en vez de querer adelantarse a mi carro el otro conductor hubiese querido esquivar un hipotético hipopótamo o quizá un contenedor de residuos caído en medio de la calle, creo que ni su actitud ni su conducta hubiesen cambiando.

Es decir, no me vio a mí como una persona con quien dialogar ni siquiera por sólo dos segundos, sino como una molestia, una interferencia, un obstáculo a ser superado rápidamente y dejado atrás lo antes posible.

Pero en vez de enojarme con el otro conductor decidí reflexionar sobre lo sucedido y casi inmediatamente me di cuenta de dos cosas. Primero, uno tiene que deshumanizarse primero a uno mismo antes de deshumanizar a otros. No puedo tratar a otro como menos que una persona, no respetando su dignidad humana, si primero no me trato a mí mismo como menos que una persona.

Segundo, todos todo el tiempo deshumanizamos a otros (con la consecuente negación al diálogo) cuando dejamos de ver al otro como “otro como yo” y lo comenzamos a ver como comprador, contribuyente impositivo, votante, feligrés o, peor aún, un “recurso humano”.

Y enfatizamos y reafirmamos esa deshumanización del otro al aplicarle etiquetas y categorías, tales como (desde un cierto sector) “minoría”, “inmigrante” o “de bajos recursos” o (desde otro sector) “con papeles”, “con estudios” o “americano”.

Al analizar el tema me pareció que, en definitiva, el conductor que se cruzó fugazmente en mi camino fue mucho más honesto que muchos de nosotros, ya que directamente decidió ignorarme, mientras que nosotros jugamos juegos de manipulación por medio de rótulos que, en realidad, no son nada más que prejuicios exteriorizados.

El psicólogo Paul Watzlawick calificaba a esa actitud deshumanizante (de uno mismo y del otro) como “el arte de amargarse la vida” (título de su libro publicado en 1992). Para Watzlawick, el principal error que lleva a amargarse la vida consiste en suponer que lo que nosotros creemos que es la realidad es la realidad.

Watzlawick ejemplifica esa afirmación con el caso de los inmigrantes, a quienes vemos (dice él) como “raros, ignorantes y mediocres” y felizmente “no como nosotros, porque nosotros somos normales”. Esa actitud, además de volvernos intolerantes, “nos da el placer de amargarnos porque las cosas no son como nosotros queremos”.

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