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¿A quién le creemos cuando no podemos creer en nadie?

Francisco Miraval

Recientemente me enteré del caso de un matrimonio que, por circunstancias particulares, necesitaban comprar una casa dentro de un tiempo específico y en una cierta área de la ciudad. Pero no pudieron hacerlo, sufriendo por eso serios problemas económicos. La razón del impedimento merecer ser analizada.

La pareja, ambos ya en su quinta década de vida, contaban con un agente inmobiliario y tenían tanto buen crédito como buenos ahorros. De hecho, su deseo era comprar una casa pagando en efectivo y tenían en el banco el dinero para hacerlo.

Tras visitar varias propiedades, seleccionaron una y le pidieron a su agente inmobiliario que enviase la oferta correspondiente. Pero entonces algo interesante sucedió. La pareja decidió consultar el tema con su hijo, de unos 20 años y todavía viviendo con ellos.

El muchacho hizo lo que típicamente hacen los mileniales: buscó informó en Internet sobre el valor de las propiedades en la zona donde sus padres pesaban comprar una casa y cuánto estaban los compradores ofertando por esas propiedades.

Armado con esa información y repentinamente convertido en un erudito de las transacciones inmobiliarias tras solamente unos pocos “clicks,” el joven convenció a sus padres que la propiedad en cuestión valía mucho menos que lo que ellos estaban dispuestos a pagar y que, por lo tanto, deberían ofrecerle mucho menos dinero al vendedor.

Los padres, quizá intimidados por la nueva sabiduría de su hijo, quizá deseosos de ahorrar dinero y felices de haber encontrado la manera de hacerlo, despidieron a su agente inmobiliario y con la ayuda del muchacho redactaron una nueva propuesta, ofreciendo mucho menos que en la propuesta original.

Tan seguros estaban ellos de lo que hacían que la pareja vendió su casa (otra vez, basándose en información encontrada por su hijo en Internet), confiando que en pocos días ya estarían en su nueva casa. Pero no fue así, porque su oferta fue rechazada por ser demasiado baja.

Ante esa situación, la pareja se vio forzada a regresar a la casa original, que ya no era suya, y pagar una “multa” de cientos de dólares por cada día que allí estuviesen hasta encontrar un lugar donde guardar sus cosas y un hotel donde quedarse. La mala experiencia los llevó a gastar gran parte de sus ahorros, por lo que les resultará muy complicado volver a comprar casa en el futuro cercano.

Obviamente, no estoy sugiriendo que no se les preste atención a los hijos porque, si lo hiciésemos, enfrentaríamos problemas. Queda claro que nuestros hijos tienen mucho para enseñarnos precisamente por la habilidad que poseen para encontrar información. Pero esa habilidad parece ser a la vez el talón de Aquiles de los mileniales,  porque la información que ellos manejan no siempre la ubican en el contexto histórico que le daría sentido.

Hablar de la importancia de la historia y de la búsqueda de sentido delata mi propia obsolescencia, pero tener información y entenderla son dos cosas muy distintas. Estoy seguro que los mileniales aprenderán esa valiosa lección en pocos años.

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