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¿Podemos ofrecer respuestas viejas a preguntas nuevas?

Francisco Miraval

Hace muchos años, cuando mi hija todavía estaba en sus primeros grados de la escuela primaria, parece que un día no se preparó como debería haberlo hecho para uno de sus exámenes y por eso descubrió, en el momento de la prueba, que desconocía la respuesta a una de las preguntas.

Su estrategia, sin embargo, fue simple y brillante. “La respuesta es Jesús”, escribió. Luego, cuando la maestra le indicó que esa respuesta no era exactamente la que demostraba el conocimiento apropiado del tema, mi hija explicó: “¡Claro que lo es! El pastor de la iglesia nos dijo el domingo pasado que Jesús es la respuesta para todo!”

Puede perdonarse y hasta entenderse que una niña pequeña, frente a una pregunta cuya respuesta ignora, utilice un pintoresco y divertido subterfugio, sobre la base de una afirmación que ella consideraba como obvia e innegable, para ofrecer por lo menos algún intento o tipo de respuesta.

Y puede perdonarse también la confusión para alguien aún de corta edad entre “la respuesta a todo” de la que hablaba aquel predicador en su sermón con las respuesta a una prueba escolar (aplicando allí literalmente lo que había dicho el pastor.)

Lo que no podría perdonarse es que de allí en más y una vez aclarada la situación, mi hija o cualquier otra persona usase una respuesta prestablecida y descontextualizada para responder a toda pregunta en un prueba académica o en cualquier otra circunstancia de la vida.

De hecho, se espera que al ir creciendo y madurando, es decir, al ir ganando experiencia en la vida y profundizando su educación, los jóvenes comiencen (a veces tímidamente, otras veces con mayor audacia) a expresar sus propias ideas y pensamientos.

Si, ya adultos, esas personas siguen usando la misma y única respuesta para cualquier pregunta y además argumentan sobre la absoluta validez de su respuesta, entonces no solamente el diálogo se torna imposible, sino que uno incluso tiene el derecho a si la persona en cuestión alguna vez pensó lo que está diciendo o si entiende o no lo que se le está preguntando.

Difícilmente los adultos usen una sola palabra para responder a temas que no conocen, pero eso no significa que no haya una apelación a la autoridad con el deseo de dar el tema por terminado. Por eso, con frecuencia se ofrecen respuesta como “La ciencia lo comprobó”, “Lo dice (libro sagrado de su preferencia)”, “Le escuché en la televisión”, y hasta “De esas cosas no se hablan.”

En mi opinión, resulta inadmisible que frente a la complejidad de la vida moderna que nos desafía con situaciones nunca antes experimentadas en la historia humana, muchos de nosotros aún sigamos, casi como niños, ofreciendo respuestas pre-empaquetadas y contentándonos con tales respuestas, que siguen siendo tan vacías e inoperantes como responder con una creencia religiosa en un examen de matemáticas.

En un mundo en constante cambio y evolución, las sencillas respuestas de la infancia pueden traernos cierto consuelo, pero eso no las hace verdaderas ni apropiadas.

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