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¿Por qué, habiendo tanto para leer, insistimos en mirar televisión?

¿Por qué, habiendo tantos libros para leer, insistimos en mirar televisión, incluso cuando en la televisión no haya nada que nos interese?

Cuando hablo de “libros” me refiero a todo elemento en el que la palabra escrita sea predominante, incluyendo libros electrónicos o páginas de Internet con información. Cuando hablo “televisión”, me refiero a toda pantalla que transmite imágenes.

Y cuando digo que “no hay nada en la televisión” no me refiero a la calidad de los programas, sino a la “anti-comunicación” creada por un medio que nos mantiene cautivos aunque ninguno de sus cientos de canales sea de nuestro interés o nos resulte edificante.

Hace dos días, tras regresar a la casa después de una conferencia en la que me regalaron diez distintos libros, me hice la pregunta mencionada más arriba.

¿Qué atractivo puede ofrece un medio en el que las noticias duran, de promedio, 18 segundos (tres veces menos que hace 25 años) y las imágenes cambian cada tres a cinco segundos?

¿Cuál es la ventaja de pasivamente aceptar interrupciones comerciales en la historia que estamos viendo o de recibir una serie inconexa de noticias, donde la inconexión no solamente es entre las mismas noticias, sino entre las noticias y los locutores, entre las noticias y la audiencia, y entre los locutores y la audiencia?

¿Y por qué, a pesar de mis mejores esfuerzos y deseos, y a pesar de mis varias décadas de apasionadamente dedicarme a la lectura, me cuesta ahora mucho leer con la intensidad que lo hacía antes?

Entre las muchas posibles respuestas a estas preguntas, creo que uno de los mejores análisis es el realizado por Neil Postman en su libro “Divirtiéndonos hasta la muerte”, en el que detalla las diferencias de actitud mental necesarias para leer o para mirar televisión y el impacto que el “marco surrealista” de la televisión tiene en todas nuestras comunicaciones.

Debe resultar obvio que no estoy proponiendo volver al pasado, ni destruir todos los aparatos de televisión, ni considerar que todos los programas en cualquier pantalla sean perniciosos o nocivos.

Pero tiene que haber una razón por la que, además del paso del tiempo, la lectura se me dificulta y la televisión resulta demasiado atractiva, casi atrapante y controladora.

Creo que Postman está en lo correcto cuando describe a la televisión como un “discurso sin lógica, sin razón, sin secuencia, sin reglas”.  Para Postman, ese discurso es lo que en arte se conoce como dadaísmo, en psicología como esquizofrenia y en filosofía como nihilismo.

En otras palabras, la razón por la que tolero la cacofonía y cacografía de la televisión (y de toda otra pantalla) es porque mi mente, mis emociones y mis conocimientos ya están divididos y segmentados por el nihilismo imperante en nuestra sociedad.

No me preocupa la televisión, sino la filosofía que le dio origen. Y no tanto por el nihilismo en sí, sino por la aceptación acrítica de sus principios. ¿Pero cómo y para qué pensar habiendo tantos programas, videos y películas para ver?

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