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El autoengaño de encerrarse dentro de una cámara de eco

Se dice que no hay peor sordo que el que no quiere oír ni peor ciego que el que no quiere ver. Dicho de otro modo, una voluntad cerrada también cierra nuestras mentes y corazones. Y esta verdad es tan antigua y conocida que hace ya dos milenios un predicador itinerante instaba a quienes tuviesen oídos, a oír.

Más cerca en el tiempo, Henry David Thoreau expresó que “lo importante no es lo que miras, sino lo que ves”.

Pero nada podremos llegar a ver o a escuchar, ni siquiera teniendo ojos u oídos, si simplemente no queremos ni ver ni escuchar. ¿Y qué no queremos ni ver ni escuchar? En la gran mayoría de los casos, no queremos ni ver ni escuchar nada que contradiga lo que pensamos o lo que esperamos, o que esté en desacuerdo con nuestra versión del mundo.

En otras palabras, como bien dice el sacerdote franciscano Richard Rohr, nos hemos vuelto adictos a nuestras propias ideas y esa adicción se ha transformado en la adicción más poderosa de nuestro tiempo, y, por eso mismo, en la más difícil de reconocer y de enfrentar.

Permítase compartir un ejemplo. Recientemente, al estar casualmente de visita en un parque, observé a una niña de no más de cuatro o cinco años subirse por sí sola a un árbol, mientras su padre, distraído por una conversación, no la veía. Tan pronto como su padre la vio, le ordenó que se bajase, lo que la niña hizo inmediatamente. (En ningún momento, debo decir, la niña corrió ningún peligro).

Al llegar al suelo, la niña se dio vuelta, le “pegó” con su mano al árbol y dijo “Malo, árbol. Malo”. En su mente, el árbol había sido claramente cómplice de que su padre la hubiese descubierto haciendo algo que ella no debería haber hecho. Y esa complicidad merecía entonces el castigo de “retarlo”.

Obviamente, se le perdona a una niña pequeña que actúe de esa manera, creyendo que objetos inanimados (¿inanimados?) tienen intensiones propias y culpando a esos objetos en vez de asumir la responsabilidad propia por las acciones realizadas o por los resultados de esas acciones.

Pero esa misma conducta la vemos una y otra vez en adultos quienes, ya décadas alejados de su niñez, insisten en buscar a chivos expiatorios o a los “verdaderos culpables” de lo que les pasa, sin jamás hacerse responsables de sus acciones y negándose a escuchar otros puntos de vista, excepto los suyos propios.

Alguien escribió hace tiempo que cuando uno es niño, uno actúa y piensa como niño, pero cuando uno es adulto, uno deja de lado las cosas de niño. O debería hacerlo, agrego yo. Según el padre Rohr, pocos en nuestra época llegan a esa “segunda etapa” de sus vidas.

¿Cómo escapamos de esta cámara de eco, de esta versión neurótica, narcisista y tecnológica de la caverna de la que hablaba Platón? Obviamente, no me corresponde a mí dar ninguna respuesta, excepto decir que debemos desafiar nuestros pensamientos y creencias.

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