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El contenedor azul, la cruz rota y la goma de mascar descartada

Francisco Miraval

Uno nunca sabe cuánta basura realmente se ha juntado en un lugar hasta que le toca a uno recogerla. Y uno nunca sabe con qué se va a encontrar en ese lugar. En este caso, se trató una cruz rota y una goma de mascar descartada debajo de un contenedor azul en una plazoleta cerca del centro de Denver.

La tarea era sencilla, tanto que no hubo explicaciones excepto sobre el día, la hora y el lugar de reunión. Al llegar, recibí una pala de plástico, una escoba y un par de guantes de plástico. Sin decir palabra, el coordinador del proyecto, con sus brazo y su índice extendidos, describió un imaginario semicírculo delimitando el área  a ser limpiada que me correspondía.

Y allí, debajo de un contenedor azul (de esos que se usan para llevar cargo en trenes o barcos), me encontré con una cruz blanca y rota, aún con su cadena, junto un descartado pedazo de goma de mascar.

¿Qué hacía la cruz allí? ¿Qué mudas historias tendría para contar? ¿Y por qué le faltaba un brazo? Quizá se le había caído del bolsillo a alguna persona desamparada que dormía debajo del contenedor en esa plazoleta. O quizá algún incidente o accidente provocó la rotura de la cruz y como consecuencia su abandono.

¿Y qué brazo le faltaba? ¿El derecho o el izquierdo? En otras palabras, ¿había perdido la cruz su justicia o había perdido su misericordia (según la antigua tradición de identificar a una y otra con las dos manos)?

Quizá la cruz había perdido un brazo, sin que supiésemos cuál, para reflejar a una sociedad que también, en muchos casos, ha perdido tanto el sentido de justicia como el de misericordia. Quizá el dueño de la cruz, viendo la injusticia y la inmisericordia de su propia situación, decidió abandonar la cruz, y junto a ella su esperanza y sus sueños.

La cruz era de plástico. Nada especial. Debe haber muchas otras cruces como esa. Ciertamente, no era una obra de arte irremplazable. Pero su portador, sea que la haya perdido o abandonado, ciertamente es irremplazable e irrepetible, por el solo hecho de ser un ser humano.

¿Y qué decir de la goma de mascar descartada? ¿Habrá sido esa la única comida de ese día para el portador de la cruz? ¿Habrá sido su “cena”, tratando de mantener algo en la boca para olvidarse de un estómago vacío?

Quizá se trate de dos historias distintas unidas por el contenedor azul, transformado en obra de arte en el centro de la plazoleta, pero usado como lugar de refugio para desamparados. Quizá alguien compartió lo único que tenía para comer, una goma de mascar, con alguien más, quien a su vez agradeció con lo único que podía agradecer: una cruz.

Entre una inmensa cantidad de colillas de cigarrillos, vidrios rotos, envoltorios de todo tipo, y fragmentos de elementos irreconocibles, la cruz, el contenedor y la goma de mascar tienen una historia para contar que se repite día tras día.

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