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La adicción a la tanatofilia entre ciertos jóvenes ya es preocupante

Francisco Miraval

Cada vez que llega esta época del año me permito repetir algo que descubrí hace muchos años: poco me importan aquellas personas que un día al año se disfrazan de monstruos, aunque mucho me molestan aquellos monstruos que todos los días se disfrazan de personas.

Y esos monstruos disfrazados de personas, con un disfraz tan efectivo que nos engañan y nos hacen pensar que son buenos, parecen dedicarse constante y sistemáticamente a una sola tarea, la de destruir nuestras esperanzas, nuestros esfuerzos y hasta nuestro futuro. Y, según parece, un creciente número de jóvenes se ve cada vez más afectado por esa tanatofilia (adicción a la muerte).

Recientemente, por ejemplo, cinco muchachos en una escuela en Colorado crearon en las redes sociales un grupo neonazi con la meta explícita de comenzar a asesinar a personas de grupos minoritarios. Según las autoridades, uno de los adolescentes se suicidó para mostrar su compromiso extremo con ese grupo extremo.

En otra escuela en Colorado, dos adolescentes fueron expulsados del establecimiento y fueron interrogados por la policía local luego de planear algún tipo de ataque contra sus compañeros. Y leí del caso de una joven, aún adolescente, que trató de quitarse la vida por un problema relativamente menor con su novio.

Desde la masacre en la Escuela Columbine (al sur de Denver) en abril de 1999 la tanatofilia entre los jóvenes ha quedado en evidencia en nuestra sociedad. Obviamente, son pocos los jóvenes que acuden a la muerte (propia o ajena) como la única solución a sus problemas. Pero, en mi (no científica) opinión, parece que ese número sigue creciendo.

Como alguna vez leí, tanto trabajamos para dejarles un mundo mejor a los jóvenes que poco hacemos para dejarle mejores jóvenes al mundo. Y en esa confusión sobre nuestras prioridades hemos llevado el nihilismo propio del fin de la modernidad y de la postmodernidad a tales extremos que para algunos la muerte se presenta como la alternativa más aceptable.

Mientras tanto, otros jóvenes en otras regiones del mundo en las que la muerte es una realidad diaria y la vida nunca es fácil luchan con todas sus fuerzas para vivir un día más, para no perder la esperanza, para construir ladrillo tras ladrillo y día tras día no un futuro mejor, sino un futuro distinto que no sea continuidad del pasado y en el que ellos también tengan lugar.

A veces me pregunto si el desdén a la vida (propia o ajena) de muchos jóvenes (sobre todo en los países más avanzados) surge de tenerlo todo o casi todo prácticamente resuelto de manera que, cuando deben enfrentarse con un problema aparentemente menor, ese problema crece a tales proporciones que parece insoluble excepto por medio de la muerte.

Y entonces los monstruos vestidos de personas, llámense padres, maestros, sacerdotes, terapeutas o consejeros, se quitan la máscara y su obscena monstruosidad queda a la vista de todos quienes, lejos de sentir repugnancia, se regocijan con cada tragedia. Eso es más aterrador que cualquier disfraz o película.

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