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La infelicidad ajena no debe ser un parámetro de la felicidad propia

Francisco Miraval

La semana pasada me sucedió algo que jamás me había sucedido antes: mis dos carros dejaron de funcionar a la vez y en el mismo lugar. Aunque el problema se resolvió en pocas horas, traté de entender y analizar mi “mala suerte”, hasta que pasó por el lugar un anciano empujando una bicicleta. Permítase explicar los detalles.

Mi hijo y yo, cada uno en su vehículo, fuimos a un cierto lugar a la vez para participar de un evento. Yo me quedé conversando con algunas personas y mi hijo fue hasta el estacionamiento. Poco después regresó diciéndome que su automóvil no arrancaba. Tras varios fallidos intentos de resolver el problema, llamamos al servicio de ayuda a automovilistas al que pertenecemos.

El técnico tardó más de una hora en llegar y, mientras él trabajaba tratando de reparar el carro de mi hijo, fui hasta mi coche para encenderlo, sólo para descubrir que mi carro tampoco funcionaba.  Lo que hasta ese momento era un inconveniente, se convirtió de repente en un problema y en un misterio. Y otra vez tuve que llamar al servicio de ayuda y esperar.

La espera, debo confesar, se hizo interminable. Era al final del día y lo único que yo podía pensar era en llegar de regreso a la casa y en resolver lo antes posible este tema de los automóviles inservibles. Esperando la llegada de la grúa para remolcar el carro de mi hijo y del técnico para reparar mi vehículo, me pregunté una y otra vez por qué me pasaba todo eso.

Yo estaba repasando mentalmente una letanía de los inconvenientes causados por el hecho que mis dos carros decidieron de funcionar el mismo día a la misma hora y en el mismo lugar, cuando repentinamente un anciano llegó con su bicicleta al estacionamiento donde yo “pacientemente” esperaba la ayuda para mis carros.

El anciano, vistiendo una camiseta y pantalones rotos, no pedaleaba, sino que empujaba su bicicleta, que tenía en la parte de adelante un especie de cajón del que sobresalían una variedad de objetos. El anciano dejó la bicicleta en un rincón del estacionamiento y luego procedió a recorrer uno por uno los tres grandes contenedores de residuos que había en ese lugar.

Con un largo palo y un improvisado gancho, el anciano revolvió los residuos y tomó lo que pudo o lo que le pareció de interés, desde una tabla de planchar hasta pedazos de muebles o latas aplastadas. Terminada su tarea, y con más objetos en su posesión que antes de llegar al lugar, el anciano volvió a empujar su bicicleta, salió del estacionamiento y se alejó del lugar.

Me pregunté entonces de qué me estaba quejando yo, ya que mi “problema” se arregló con un par de llamados telefónicos, una grúa y una visita al taller mecánico al día siguiente. Pero inmediatamente comprendí que no podía usar la infelicidad ajena para medir mis problemas. ¿De qué sirve que mis carros funcionen si un anciano sigue colectando basura para poder vivir?

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