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Me sacaron un fotografía y yo ni lo sabía

Francisco Miraval

Recientemente fui al aeropuerto de Denver a buscar a una persona y al salir del aeropuerto y pagar por el estacionamiento la cajera tardaba bastante en darme el cambio. Miré entonces en su dirección y descubrí que ella estaba tomando una fotografía de la placa de identificación  de mi carro y (eso me pareció) otra imagen del interior del vehículo.

En otras palabras, las autoridades no solamente saben que yo fui al aeropuerto de Denver y a qué hora estuve por allí, sino también quién estaba conmigo dentro del vehículo. Me sentí aterrado ante tal invasión de privacidad en un momento tan “normal” como pagar por el estacionamiento.

Desde ese día algo interesante me sucedió: comencé a ver cámaras fotográficas en más y más lugares. Y no solamente las cámaras habituales que se ubican en las esquinas para captar a quienes cruzan con el semáforo en rojo, sino también en otros lugares y en otras esquinas, en donde prácticamente no hay necesidad de fotografiar una potencial infracción de tránsito.

Con tantas cámaras en todos lados, me sentí entonces dentro de un episodio de “Gran Hermano”, pero con la gran diferencia de que no se trata de un juego sino de la vida real (¿o será que la “vida real” es simplemente un juego?) y la de no saber quién está al otro lado de la cámara, mirándome a mí.

Además, tampoco se sabe qué intenciones tiene quien está tras la cámara. ¿Proteger la seguridad? ¿Espiar? ¿Contar cuantos automóviles pasan por una esquina cada hora? ¿Obtener la placa o licencia del carro de una joven rubia manejando un convertible rojo?

El orwelliano sentimiento de vivir 1984 en el 2008 resulta inevitable, como tampoco puede evitarse la pregunta de quién está mirando a quienes nos miran a nosotros, y hasta donde llega el ciclo de mirones y mirados.

Si a las cámaras le sumamos el hecho de que todas las comunicaciones digitales que uno tenga (teléfonos celulares, correos electrónicos) quedan registradas y guardadas en algún lugar, y que todas las transacciones que uno realice también quedan guardadas (cada vez que voy al supermercado le sonrío a la cámara de seguridad), entonces queda realmente poca privacidad.

Y si la privacidad se ha reemplazado con el continuo espionaje, por más “justificado” y disimulado que sea, entonces la libertad corre peligro, porque básicamente estamos diciendo que ya no podemos confiar ni en nosotros mismos y que tenemos que ser “protegidos” de nosotros mismos.

Cuando pensé que mi actitud paranoide estaba llegando a su límite, me enteré, leyendo uno de los periódicos de Denver, que la policía local entregará radares para medir la velocidad de los automóviles a civiles, para que esas personas, vecinos de algún barrio, “controlen” a los carros que pasan por ese lugar.

No solamente “ellos” (quienquiera que “ellos” sean) nos vigilan, sino que ahora también nos están entrenando para que nos vigilemos a nosotros mismos.

Si hasta me parece ver una lágrima rodando por le mejilla de la Estatua de la Libertad.

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