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Pagamos nuestro silencio con el futuro de nuestros hijos

Francisco Miraval

La semana pasada leí los titulares de una publicación noticiosa. Las palabras que se usaban en la portada de ese periódico eran alarmantes, incluyendo “fracaso”, “dificultades”, “divisiones”, “problemas”, “escrutinio” y términos similares. Debo aclarar que estos titulares aparecieron en un conocido periódico nacional especializado en temas educativos.

Poco después, leí un comunicado de prensa, esta vez sobre una campaña de salud, en el que se mencionaban “riesgos”, “batallas”. “impedimentos”, “ignorancia” y otros conceptos con connotaciones negativas. Además de las palabras semejantes, ambas publicaciones coincidían en el hecho de enfocarse en minorías y, más específicamente, en inmigrantes no angloparlantes.

El subtexto de ambas publicaciones parece indicar que no existen problemas educativos o de salud en Estados Unidos, sino que existen ciertos grupos que no se adaptan a los excelentes programas que ya existen. Y esos grupos no se adaptan porque, por ejemplo, prefieren mantener su cultura comunitaria en vez de adoptar una actitud más individualista.

De hecho, en una de las publicaciones (la relacionada con salud), el subtexto no está tan escondido y el mensaje “implícito” está tan cerca de la superficie que claramente se indica que los problemas de salud de una cierta zona del país son causados por los inmigrantes, debido a que, por no hablar inglés y por carecer de suficientes recursos, los inmigrantes no acceden a los servicios de salud.

Lo interesante del tema es que, en el caso de la campaña de salud, ninguno de los “expertos” que diseñó esa campaña habla otro idioma que no sea inglés ni realizó consultas con inmigrantes. Y en el caso de las historias sobre educación, esas historias ciertamente no fueron escritas por representantes de las minorías de las que se habla en tales historias.

En definitiva, otros hablan sobre nosotros, hasta señalándonos como el problema, mientras que nosotros, por el motivo que sea, nos mantenemos mayormente en silencio. Como alguien me dijo: “No puedo hablar porque si lo hago me despiden del trabajo”.  Pero ese silencio, incluso cuando esté justificado, se paga con el futuro de nuestros hijos.

No estoy hablando del silencio de quedarse mudo, sino del silencio de dejar que otros controlen el diálogo sobre nosotros y de sólo hablar de nosotros mismos siguiendo los parámetros que otros establecieron para ese diálogo. Hablo, en definitiva, del silencio de lo que alguna vez se llamó alienación.

Pero ya no podemos seguir en silencio y dejar que los titulares nos presenten de una manera distorsionada. Pero hablar, me apuro a aclarar, no debe confundirse ni con gritar ni con una actitud de enfrentamiento hostil, ni con ser irrespetuoso. Es decir, no podemos dialogar sobre la base de lo que precisamente impide el diálogo. Pero algo debemos decir.

La actual coyuntura social y económica y los rápidos cambios demográficos a nivel nacional y global deberían impulsarnos a hablar.  Después de todo, en un futuro cercano, nuestros hijos representarán un segmento muy importante de los votantes y de la fuerza laboral de Estados Unidos. Por ellos y para ellos, debemos hablar.

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