Recientemente me invitaron a hacer una presentación sobre el tema del futuro emergente y, tras las formalidades iniciales, me enfoqué en la inteligencia artificial y en los robots inteligentes, ante lo cual los participantes en la presentación respondieron con total indiferencia y silencio.
Les mencioné entonces a Sophia, la primera robot en ser ciudadana de un país (Arabia Saudita) y a Pepper, un robot sacerdote en Japón. Bostezos y más silencio.
Hablamos entonces de que el futuro ya no es continuidad del pasado, que vivimos en una sociedad de obsolescencia preprogramada y que, por eso, todo lo que tenemos y todo lo que conocemos ya resulta obsoleto en el mismo momento que lo adquirimos, sean cosas o conocimientos, Nada. Ninguna respuesta.
Para cambiar un poco la situación y fomentar el diálogo, mencioné algunos ejemplos, como el hotel espacial que la empresa Orion Span colocará en órbita en los próximos meses, o la propuesta de la empresa francesa, Akka Technologies de construir un tren volador (una aeronave comercial que contiene dos partes: la cabina donde viajan los pasajeros y, por separado, el resto del avión. Ambas partes se une al despegar y se separan al aterrizar.)
Nada. Nadie reaccionó.
Entiendo muy bien que las urgencias de la vida diaria a veces nos impiden prestar atención a lo que está sucediendo y a la realidad emergente. Y sé, por muchas experiencias acumuladas a lo largo de los años, que escuchar mis presentaciones no siempre resulta divertido o atrayente. Pero pocas veces experimenté ese nivel de apatía ante un grupo de adultos al que fui invitado a hablar.
Decidí entonces emplear una nueva estrategia, contar historias y anécdotas personales, confiando que de esa manera finalmente habría algo de diálogo. Mencioné, por ejemplo, el impacto psicológico y cultural de mi primer viaje a Estados Unidos hace ya varias décadas. Y dije que aún recuerdo la primera vez que usé un fax, sin entender mucho lo que yo estaba haciendo.
Si un hipopótamo vestido de bailarina hubiese estado frente a ese grupo dando una clase de cocina, el resultado hubiese sido el mismo: apatía total. Algo claramente no era normal. Algo estaba sucediendo.
Dejé de lado el tema y busqué una conversación directa con los participantes, preguntándoles los nombres, la zona de la ciudad en la que vivían y las razones que los habían llevado a asistir a la presentación. Obtuve algunos nombres y alguna sonrisa piadosa, además de innumerables miradas al techo. Pero nada más.
Luego, repentinamente, alguien recibió un llamado telefónico y lo respondió. Hubo un breve intercambio en el teléfono, al que no le presté mayor atención, y luego la persona que había recibido el llamado se incorporó y le avisó al resto del grupo: âYa arreglaron el aire acondicionado en nuestro edificio. Ya podemos irnosâ. Y se fueron todos casi inmediatamente.
Obviamente, me sentí engañado. Me habían llevado para entretener, no para dialogar. Por eso, decidí asombrarme de mi propia ingenuidad y, de esa manera, obligarme a reflexionar sobre lo vivido.
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