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Por una semana me sentí muy desconectado de la realidad

Francisco Miraval

Un día de la semana pasada recibí un correo electrónico enviado por una persona a quien casi no conozco pero que estaba muy enojada porque yo no le respondía a los mensajes que me había dejado en mi correo de voz durante ya varios días. Allí descubrí que por un tiempo aún no determinado mi teléfono enviaba todas las llamadas, sin notificarme, al correo de voz.

Llamé entonces a la compañía de teléfonos celulares y, tras hablar durante un par de horas con seis personas (las primeras cuatro en español y las otras dos en inglés), el problema finalmente se solucionó. Por razones que nadie pudo explicarme, durante varios días el teléfono no había quedado “registrado” con la red correspondiente y, por lo tanto, las llamadas no me llegaban.

Aún más molesto fue el hecho que las llamadas no sólo eran transferidas automáticamente al correo de voz, sino que ni siquiera me llegaba una notificación de que esos mensajes estaban allí. Maravillas de la tecnología moderna, ciertamente.

Tras resolver el problema tuve que recomponer algunas relaciones por medio de mensajes explicando la situación y pidiendo disculpas. Pero el incidente me dejó pensando sobre dos circunstancias.

Primero, me molesté conmigo mismo por no pensar ni detectar que el teléfono estaba fallando, como si la tecnología nunca pudiese equivocarse. Segundo, me molesté (aunque no se los dije) con aquellos que asumieron que era yo quien no quería hablar con ellos. Y pensaron eso porque, como yo, también aceptaron la infalibilidad de la tecnología.

Hasta el momento no sé cuántos llamados o mensajes se han perdido ni las consecuencias de no haber recibido o respondido a esos mensajes. Lo único que sé es que durante varios días mi teléfono me dejó desconectado y yo no lo supe. Y eso me llevó a preguntarme si no será que yo mismo (ya no mi teléfono) también estoy desconectado y ni siquiera me doy cuenta de ello.

Así como dejé de recibir mensajes en el correo de voz, me pregunto cuántos libros que yo tendría que haber leído no lo fueron, cuánta música nunca fue escuchada, cuantos sermones no llegaron a mis oídos, cuántas conversaciones quedaron mudas y cuántos descubrimientos nunca se realizaron por mi propia (y quizá voluntaria) desconexión de otros y del mundo.

En otras palabras, así como mi teléfono me dejó desconectado de otros sin que yo lo notase, ¿qué hay en mi vida (ideas, creencias, acciones) que también me desconectan del universo y yo ni siquiera lo noto y, aún peor, asumo que todo está bien?

Y así como alguien, enojado, me llamó para hacerme ver que mi conexión telefónica estaba fallando, ¿quién me llamará para hacerme ver que mi conexión con el universo, o la trascendencia, o la espiritualidad, también está fallando?

Cinco siglos antes del inicio de la era cristiana, el filósofo griego Heráclito hablaba de esa conexión universal, a la que él llamaba logos, y se lamentaba de cuán poca atención la gente le prestaba. Heráclito ciertamente tenía razón.

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