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Una historia trágica merece ser escuchada con respeto

Francisco Miraval

Recientemente me encontré por casualidad con Marcela (no es su verdadero nombre). En uno de esos tantos encuentros comunitarios coincidimos en sentarnos en la misma mesa y, quizá para complacer ciertas vagas expectativas sociales, nos saludamos e intercambiamos nombres.

Poco después, y por motivos que aún hoy no me quedan del todo claros, Marcela comenzó a compartir algunos detalles de su historia personal conmigo, una historia llena de tragedias y con pocas (muy pocas) esperanzas de cambiar. Ni el rostro ni la voz de Marcela anticipan o revelaban las tragedias de su vida.

Sin entrar en innecesarios detalles, por una serie de circunstancias Marcela debió abandonar primero sus estudios y luego su país y llegó a Estados Unidos como indocumentada, buscando escapar de una vida violenta que la llevó a ver en menos de un año los asesinatos de 17 personas cercanas a ella.

Aunque Marcela ahora cuenta con presencia legal en el país, aún no carece de residencia permanente, por lo que se complica tanto el encontrar trabajo como el continuar con sus estudios e incluso el acceder a los recursos que necesita “simplemente para sobrevivir”, como me dijo.

Con un inglés limitado, con un pasado que aún la hostiga, alejada de su familia y con pocos amigos, Marcela confesó que a veces se vio obligada a hacer cosas que no quería hacer, pero tuvo que hacerlas “simplemente para sobrevivir”, repitió.

Eventualmente las actividades del encuentro comunitario continuaron y debimos interrumpir la conversación. Al despedirse, Marcela me dijo algo que me tomó por sorpresa. “Usted es el primero en los 16 años que enfrento tantos problemas que me trató con respeto. Usted no me juzgó”, afirmó.

¿Y yo por qué debería juzgarla?, me quedé pensando. Aún incrédulo, le pregunté: “¿Cómo es posible que en 16 años de conversaciones sobre tu vida nadie te haya respetado?” Pero no obtuve respuesta, sino sólo una sonrisa mezcla de agradecimiento y tristeza.

El comentario de Marcela, todavía inexplicable para mí, inmediatamente me hizo pensar en lo que dice Ahab en “El demonio y la Señorita Prym”, de Paulo Coelho: “No has tenido miedo de mí ni me has juzgado. Por primera vez alguien (ha confiado) que yo podía ser un hombre bueno”.

Ciertamente yo no soy (ni pretendo ser) San Sabino ni vivo en una cueva, ni creo que mis conversaciones jamás trasformen a alguien tan profundamente como Sabino lo hizo con Ahab. Pero no puedo creer que durante 16 años alguien haya compartido, seguramente en numerosas ocasiones, las tragedias de su vida sin que ni la persona ni las historias hayan sido respetadas.

Quizá, me dije, Marcela les dice lo mismo a todos. Quizá me dijo lo que me dijo nada más que para hacerme sentir bien. Quizá es parte de su estrategia. O quizá verdaderamente nadie la escucha ni la toma en serio por su apariencia, su pasado y su presente.

En cierto sentido, todos somos Marcela, con historias para contar que nadie escuchar simplemente porque somos nosotros quienes las contamos.

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